Javier Márquez · (The Crazy Times) · Las películas son un medio autoritario, dijo el escritor David Foster Wallace. Por eso, entre otras cosas, es por lo que no, no me gusta (casi nunca) el cine, esa factoría audiovisual que se convierte con demasiada asiduidad en un arte coercitivo que limita el espacio de mi participación. Y precisamente porque no exige mi participación ni acaso dialoga conmigo me resulta pueril y banal en general.
Desde luego que hay más cine que el de Hollywood, pero éste y no otro con su poderosa industria del “entertainment” detrás, es el que en su simplicidad promovida por los poderes fácticos no apela más que a las reacciones instintivas y poco reflexivas más básicas del ser humano: Ternezas bobaliconas en los films románticos, espanto irracional en las películas de terror, tensión inverosímil y absurda en las de acción, intrigas inconsistentes y disparatadas en las películas policiacas que en su exacerbada inclinación a la salvaguarda, intentan infligir inseguridad en la gente y “gracietas sin gracia” en las películas supuestamente humorísticas..
El poco cine que me gusta, que lo hay, es aquel que huye del circo mediático, que no llama la atención de manera decadente sobre su simplicidad y que no se jacta en su patético intento por entretener dándonos solamente respuestas. Me parece una actividad más parecida a un examen tipo test, a lo mejor pragmático pero, sin duda, poco inspirador. Detesto este cine anodino que, como también ocurre con los libros que se venden en las cabeceras de góndola de los supermercados, jamás promueve la interrogación en nuestras mentes, que es la única manera en que con certeza una simple creación solaz propende a convertirse en auténtica obra de arte.
Por otra parte, las adaptaciones literarias al cine, sobre todo cuando nos referimos a los clásicos, suelen ser vergonzosas cuando no lamentables e incluso querellables. Tergiversan impunemente de cabo a rabo el auténtico espíritu de la obra del autor e impiden ser la puerta de acceso a ese maravilloso conocimiento por parte de los yermos que podrían llegar a esas obras por esa singular vereda, sin duda alabeada, pero que podría ser perfectamente válida.
Lo único que salva de la iniquidad al cine de oferta de miércoles o domingo por la tarde es su maravilloso parecido con su progenitor paciente y tolerante, que no es otro que el teatro y que ante los padecimientos morales que le propina su vástago descarriado lo mantiene honorable a pesar de su traición. El teatro, que se mantiene digno y contracultural a través del alma de sus artistas en el escenario y el contacto directo con el público, exige una mayor suspensión de la credulidad y afortunadamente no me necesita indolente.
En resumen, que no me gusta ese producto estratégico del capitalismo cultural, falto de pluralismo, inmerso en el secreto y la mentira, siempre usado como espurio vocinglero; no me gustan esas tramas predecibles y repetitivas de “kiss kiss bang bang” (sexo y tiros) y no me gusta que en la culminación de su hipocresía, la industria cinematográfica ni siquiera me llame cliente o consumidor sino que se permite la desfachatez de llamarme invitado, eso sí, previo pago de la correspondiente y abultada minuta.
Pues eso, que tratando de sugerir humildemente perspectivas con las que romper esta impuesta jerarquía cultural, digo que no, no me gusta (casi nunca) el cine.