
Julio Criado
Aunque las fechas son propicias para cuentos de Navidad, mucho me temo que este pequeño cuento o lo que sea que vaya a ser, no reúne las condiciones para serlo, le falta el final feliz que de manera obligada tiene un bonito cuento de Navidad.
Utilizamos la maravillosa máquina del tiempo que es la memoria, para irnos a la década de los años 60 —yo nací a sus puertas en 1959— y de los 70. Unas décadas en que el crecimiento económico de aquellos años, en un ambiente político de carencia de libertades básicas, fue duro para las clases trabajadoras y para la sociedad en general. Miles de familias tuvieron que dejar sus hogares y cambiar de localidad, región e incluso de nación para poder ganarse la vida.
Toda una diáspora de españoles que emigraban, bien a Europa occidental, bien a los únicos cuatro núcleos que el Estado franquista y tecnocrático eligió como lugares de desarrollo industrial: Madrid, Cataluña, Euskadi y Comunidad Valenciana.
En Puertollano se dio el caso de una micro emigración a finales de la década de los 50, debido a la minería y en los 60 y 70, por el petróleo, donde gentes de muchos pueblos cercanos, incluso de Jaén, Córdoba y Badajoz, optaron por emigrar a esta localidad, todo un punto de encuentro y un cóctel de gentes de todas esas localidades, que hoy hace imposible encontrar a una sola familia totalmente autóctona ya que la mayoría son nacidos fuera o de hijos de matrimonio de inmigrantes, como es el caso de mi familia, o de matrimonios mixtos. El interesante tema de la emigración en Puertollano lo trataremos en otro momento, pues no todos los emigrantes lo hicieron solo por un tema económico.
Continuemos con nuestro cuento y sigamos en aquellos años, pero antes quiero hablarles un poco de mi madre y de sus sabios consejos, no de todos, solo de unos pocos de ellos.
Un pequeño golpe al timón de nuestra máquina del tiempo y vemos como en la España más rural, las niñas empezaban a trabajar en diversas labores del campo a partir de los diez u once años, para seguir yendo al campo después de casadas. Otras, a partir de ese momento pasaban a ocuparse del hogar y de los hijos nacidos de unas uniones o matrimonios que se llevaban a cabo en edades tempranas. También era habitual dejar en la casa a la hija mayor que, en muchas ocasiones era una niña de siete u ocho años, al cuidado de los hermanos más pequeños, como fue el caso de mi madre, que fue la única hija que quedó del primer matrimonio de su padre.
Su madre —mi abuela— moriría junto al resto de sus hijos, durante la guerra civil. Aquello impidió que mi madre recibiese la misma esmerada educación que tuvo la suya, algo que le permitió dar clase a niños del momento, pero que la fatalidad hizo que no lo pudiese hacer con su propia hija que no llegó a saber escribir, ni leer. Pero eso no impidió que a mí me inculcase un sólido amor por los libros. Fue una mujer manchega, recia, sabia, inteligente y con un gran sentido del humor.
La educación durante aquellos años debido a la dictadura estuvo marcada por la división de géneros. Niñas y niños debían estudiar por separado y las materias también eran diferentes; ellas recibían lecciones para ser excelentes amas de casa y ellos aspiraban a una carrera profesional.
Yo empecé mi educación escolar en el cole público de mi barrio, barrio que antes era conocido como el “abulagar”, debido a la gran cantidad de plantas de aulagas que en aquella zona había y que hoy se le conoce como el barrio de la Constitución. Pues bien, debido a la condición de trabajador de “La Calvo Sotelo” que mi padre tenía, fui trasladado al colegio privado que esta empresa tenía en “El poblado”, nombre con el que se sigue denominando dicho barrio. Dejaremos para otro “cuento” el clasismo del sistema educativo franquista y su aplicación en Puertollano.
Baste decir que la concepción que guiaba los procesos educativos en aquellos tiempos sugerían que la violencia física era necesaria para educar al niño, ya saben aquello de “la letra con sangre entra” —mis manos y algunas veces mis corvas sintieron la furia de la regla del profe de turno— y también aquel cambio en mitad del curso me llevaría a sufrir algunos pequeños intentos de acoso escolar, que yo resolvía a pedrada limpia.
Y aquí entran los consejos de mi buena madre, la que se empeñaba en educar casi en solitario, debido al horario laboral de mi progenitor, de la mejor manera posible al rebelde de su hijo. Ella me enseñó a que no pegase a nadie, especialmente si era más pequeño o débil que yo, eso solo me dejaba a los más fuertes, mal asunto. Pero su empeño era que tampoco me dejase pegar por nadie. Menos mal que me explicó como actual con los abusones en el colegio, que por norma eran más grande y más fuertes, su fórmula mágica era la de patada en sus partes, ella era algo más explícita, puñado de tierra en los ojos y salir corriendo hasta la próxima vez.
Lo malo es que me exigía que, si veía a alguien abusando de uno más débil, también tenía que defenderlo y entre esas máximas entraba la de quien “le pega a una mujer es un cobarde, que ni es hombre, ni es na”.
Otra cosa que me enseñó fue el amor a la independencia, la libertad —la de verdad no la de copas—, el respeto a los mayores a los que había que ceder la parte interior de la acera, el asiento en el bus —también a las mujeres especialmente si estas estaban embarazadas— y ceder la prioridad a la hora de beber agua.
Reconozco que llevé a la práctica la totalidad de sus consejos, a pesar de que algunos de ellos me han dado más de un problema. Incluso llevé a cabo el de cómo luchar contra el abusón del cole y ese no me fue mal, también, en gran parte, debido a la agilidad de mis piernas por aquel entonces.
Pero no me dijo nada como luchar contra el abusón que es demasiado grande como para que mis piernas le alcancen en sus partes, o mi puñado de tierra le pueda cegar los ojos y ahora a mis casi 63 años, siento que el “abusón del cole” vuelve a acosarme a mí y a otros más débiles.
Veo como abusa de todos nosotros, como seca pantanos a pesar de la sequía, como sube los precios de la luz, como despide a trabajadores, como deja sin comunicación pueblos enteros, como limita servicios y una lista tan larga que no tengo sitio para detallar, pero que todos sabemos.
Un detalle, una insignificancia, algo que yo diría que es hasta ridículo, ayer fui a ingresar un talón de un cliente y ante mi incompetencia de hacerlo a través de un cajero automático, esperé el tiempo necesario para hacerlo en ventanilla por el procedimiento tradicional, hasta ahí todo bien, pero al solicitar un simple extracto de la cuenta, una impresión en una hoja normal y corriente, sin necesidad de que me canten nada, ni me den una copa de oporto, ni tampoco de que me regalen una pluma, el cajero muy honestamente me informó de que la entidad me cargaría por ese servicio dos euros. Obviamente decliné de ese servicio, cancelando rápidamente mi solicitud.
Empecé a darle vuelta a la cabeza y recordar los consejos de mi amada madre, aquellos de que no dejes que abusen de ti, ni de los que son más débiles que tú. Pero, esta vez, al contrario que con el “abusón del cole”, que sabía muy bien quien era y podía dejarlo fuera de juego lanzándole una patada a sus partes y cegarle momentáneamente los ojos para mi defensa, no sé quién es el abusón.
¿Los bancos, las eléctricas, las grandes corporaciones económicas, los mandatarios, los fondos buitres, el mercado de valores?, ¿somos todos nosotros que seguimos alimentando una máquina que nos traga sin piedad?, ¿Quién es el abusón del cole?, ¿a quién le tengo que tirar la tierra en los ojos?
Por desgracia mi madre ya no está conmigo, seguramente que ella en su sabiduría habría sabido decírmelo. Valga este cuento, que no es de Navidad, como un simple puñadito de tierra o una patada que no llegará nunca a las partes nobles del abusón, ese que hace que tengamos la luz más cara, menos agua en el pantano y más muertos en nuestros mares.
Felices fiestas, dentro de lo que cabe.
Cuidaros